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Por qué el verano es el mejor maestro: el valor educativo de jugar al aire libre

Niños corriendo en un parque un día con sol

 
Sol, aire e infancia: ¡La fórmula para un verano inolvidable!

Cuando llegan los meses cálidos, muchos padres piensan en pantallas o actividades bajo techo para proteger a sus hijos del calor. Sin embargo, priorizar el tiempo al aire libre aporta beneficios insospechados para el desarrollo infantil. Más allá de evitar el sedentarismo, jugar fuera mejora la motricidad, la concentración y fortalece el sistema inmunológico. Así que, ¡adiós sofá y bienvenidos los parques y los paseos!

Pero no se trata solo de pasar tiempo fuera: lo que está en juego es mucho más profundo. Desde una perspectiva educativa, el verano ofrece un terreno fértil para aprendizajes esenciales más allá del aula. A continuación, exploramos por qué es tan importante priorizar el juego al aire libre durante los meses estivales y cómo hacerlo desde una mirada pedagógica y consciente.

 

El cuerpo se activa, el aprendizaje también

Correr, trepar, saltar, esconderse… El juego al aire libre no solo estimula la motricidad gruesa, sino que prepara el cerebro para aprender. Varios estudios han demostrado que el movimiento libre mejora la atención, la memoria de trabajo y la regulación emocional, habilidades clave para el aprendizaje.

Según la neuroeducadora Catherine L’Ecuyer, “la actividad física no es un descanso del aprendizaje, sino un facilitador de este”. Durante el juego activo al aire libre, se activan conexiones neuronales que favorecen la concentración y el desarrollo de funciones ejecutivas, esas que permiten a los niños planificar, resolver problemas o esperar su turno.

Además, moverse al aire libre les permite tomar conciencia de su propio cuerpo en relación con el entorno, lo que repercute directamente en su autoestima y autonomía.

 

Aire libre, mente libre

El exterior no tiene límites ni instrucciones. Allí los niños son, ante todo, protagonistas. No hay botones que apretar ni logros que desbloquear: solo tierra, luz, sombra y espacio para imaginar. Esta libertad es oro para el desarrollo cognitivo y emocional.

El pediatra Carlos González lo explica con claridad: “los niños aprenden jugando, y cuanto más libre sea ese juego, más auténtico es el aprendizaje”. En la naturaleza, el juego no está dirigido ni limitado: se negocia con otros, se transforma constantemente, se adapta al entorno. Y eso convierte a quien juega en un pensador más flexible, creativo y resolutivo.

 

Aprender a través de los sentidos

Tocar la corteza rugosa de un árbol, sentir la arena caliente bajo los pies, oler las plantas, escuchar los grillos o el rumor del viento entre las hojas. La naturaleza ofrece una infinidad de estímulos sensoriales que entre cuatros paredes es difícil de replicar. Y estos estímulos no son solo agradables, sino profundamente formativos.

En la etapa de 0 a 6 años, el aprendizaje es eminentemente sensorial. Cuanto más se implican los sentidos, más significativo y duradero es lo aprendido. No es lo mismo ver una foto de una mariquita que observarla caminar sobre una hoja. No es lo mismo aprender que el agua moja, que mojarse. Numerosos estudios en neurociencia infantil sostienen que el desarrollo cognitivo se construye sobre la base de la experiencia sensorial directa. Por eso, cada paseo por el parque, cada juego con agua, cada descubrimiento en un jardín, no solo entretiene: educa profundamente.

Los espacios naturales no imponen, invitan. No delimitan, proponen. En lugar de ofrecer respuestas cerradas, despiertan preguntas. ¿Por qué las hormigas van en fila? ¿De dónde viene ese olor? ¿Qué forma tiene esa nube? El filósofo y educador David Sobel, promotor de la educación basada en la naturaleza, lo resume así: “si queremos que los niños cuiden el planeta, primero deben aprender a amarlo. Y para amarlo, deben conocerlo desde dentro, jugando en él, ensuciándose con él”.

Pero no hace falta una gran montaña o un bosque frondoso. Un patio con plantas, un parque urbano, un rincón con arena o piedras puede ser suficiente para estimular la observación, la curiosidad y el pensamiento científico en edades tempranas. La clave está en el enfoque: salir no solo para liberar energía, sino para explorar, para hacerse preguntas, para formar parte de algo más grande que uno mismo.

 

Cuidar sin limitar: cómo garantizar una experiencia segura al aire libre

Es importante recordar que jugar al aire libre en verano requiere cierta prevención, permitiendo que los niños exploren sin correr riesgos innecesarios. Durante los meses más calurosos, los expertos recomiendan evitar la exposición directa al sol entre las 12:00 y las 17:00, justo cuando las temperaturas alcanzan su pico. En su lugar, las primeras horas de la mañana o las últimas de la tarde se convierten en franjas ideales para disfrutar del exterior sin poner en juego la salud.

Pero más allá del reloj, la elección del espacio exterior también marca la diferencia. Los entornos naturales con sombra –como jardines, patios con árboles o parques urbanos con vegetación– ofrecen protección y estimulan el juego sensorial. Además, nunca deben faltar una gorra que proteja la cabeza, ropa ligera y transpirable, calzado cómodo y, por supuesto, una buena dosis de protector solar que se renueve cada dos horas. Todo ello acompañado de una botella de agua siempre a mano.

Los educadores infantiles, además, pueden transformar esta rutina de cuidado en una experiencia pedagógica. Involucrar a los niños en la aplicación del protector solar o en la elección de las zonas de sombra no solo refuerza su autonomía, sino que les permite interiorizar hábitos saludables desde una edad temprana. Enseñarles a identificar los momentos en los que el cuerpo necesita descanso, sombra o hidratación es también parte de su formación integral.

 

El verano, un tiempo para bajar el ritmo

Educar en verano no es llenar el día de actividades, sino crear las condiciones para que el aprendizaje surja de forma natural. Y en verano, muchas de esas condiciones —la luz, el tiempo, el calor, la flexibilidad— ya vienen dadas. ¿Qué actividades educativas podemos incorporar?

  • Búsquedas del tesoro / gymkhanas. Ocultar pistas o elementos en el exterior estimula el cuerpo y la mente.
  • Circuitos de habilidades. Saltos, equilibrio, lanzamientos y trepadas crean desafíos motores y cognitivos.
  • Jardinería y ecología. Plantar y cuidar huertos o macetas enseña biología, responsabilidad y vínculo con el entorno.
  • Paseos sensoriales. Promueven la relajación, reducen ansiedad y benefician el sistema inmunitario.
  • Juegos tradicionales. El escondite, la rayuela, la cuerda… estimulan habilidades motrices, sociales y cognitivas.

 
Fortalecer vínculos, construir recuerdos

Más allá de las actividades planificadas, un picnic improvisado en el parque, una guerra de globos de agua en el patio, una búsqueda de tesoros naturales… estos momentos compartidos no solo enriquecen a nivel sensorial y emocional, sino que crean lazos duraderos entre adultos y niños.

Los niños no necesitan grandes planes, sino adultos disponibles, con ganas de observar, de acompañar sin dirigir, de disfrutar del ahora. El juego compartido en un entorno natural refuerza la confianza mutua, favorece la escucha y nos permite conocer mejor las emociones, miedos y deseos de nuestros hijos o alumnos.

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