Habla bajito, rehuye la mirada de los demás, se esconde detrás de ti en una situación nueva y no le gusta participar en actividades de grupo… la timidez es un rasgo de la personalidad que tienen muchos niños, sin embargo un entorno apropiado puede lograr que este rasgo no se convierta en un problema a largo plazo. En casos severos, los niños se aíslan del resto de sus compañeros, lo que puede provocar déficits afectivos y emocionales. Además, los niños que ya en la escuela infantil muestran signos claros de timidez tienen un mayor riesgo de fracasar en el terreno académico. La razón: interactúan menos en clase y tienden a pasar más inadvertidos.
Alrededor de los dos años el niño empieza a ser consciente de que los demás reaccionan ante sus actos, que pueden reírse de él o ser conscientes de sus errores. Es entonces, cuando aparece la timidez, el pequeño se encuentra incómodo sobre todo ante personas ante las cuales no tiene confianza suficiente. A medida que va creciendo esta tendencia se acentúa, con 3 y 4 años le empieza a dar mucha importancia a la opinión que de él tienen los demás. A estas edades, hay que tener especial cuidado ya que es entonces cuando se empieza a formar el rol social que puede acompañar al pequeño durante gran parte de su desarrollo.
A medida que los niños crecen y ganan en autonomía comienzan a querer realizar las cosas por sí mismos. A menudo se vuelven testarudos y ante esta situación la mayoría de los padres lo sufren como algo negativo, sin embargo tan solo es una señal de que el niño está creciendo y madurando. El problema es que cuando tienen pocos años, muchas de las cosas que los niños se creen preparados para hacer por sí mismos no les está permitido hacerlo o bien no pueden porque su tamaño o su fuerza aún se lo impide. Ante esta imposibilidad, los niños se frustran.
La frustración se produce cuando un deseo, una ilusión o una expectativa no se cumple, cuando existe un obstáculo entre lo que el niño quiere y lo que realmente consigue. La forma en la que el niño perciba esa desilusión es lo que determinará cómo se va a sentir y cómo va a actuar ante futuras frustraciones. Aprender a tolerar la frustración es enfrentarse positivamente a este tipo de situaciones que se van a presentar en muchos momentos de la vida. Es una actitud y, como tal, puede trabajarse y desarrollarse.
El bebé desde que nace tiene una serie de necesidades imprescindibles para su supervivencia. El alimento, el abrigo y también el amor que se les otorga les hace desarrollarse fuertes y seguros y lo vinculan fuertemente a sus cuidadores. Este vínculo, que no es lo mismo que la relación de amor que existe entre padres e hijos, es la sujeción y conexión que tiene el bebé a la vida. “El vínculo es más fuerte que la relación de amor que pueda existir entre padres e hijos, el tipo de relación, si es ‘buena o mala’ es secundario, por eso el niño prefiere siempre una mala relación con sus padres a una magnífica relación con personas ajenas a él” señala Isabel Fuster, psicoterapeuta especializada en la Teoría del Apego de Vinculación que añade “la sensación de este vínculo permanente y continuo es lo que otorga seguridad y confianza al bebé”. Tan fuerte es el vínculo que cualquier cosa que se vea como una amenaza al mismo, lo es también para la supervivencia del bebé. De esta manera cualquier interrupción de este vínculo lo desestabiliza profundamente y tiene un impacto negativo en su desarrollo afectivo y psíquico.
Los niños que crecen con una buena vinculación, es decir, ven cubiertas sus necesidades de forma permanente y sienten la seguridad necesaria para vivir en estos primeros meses tranquilos y felices desarrollan mejores aptitudes para controlar el estrés, forman relaciones más saludables, y tienen más autoestima. En definitiva, tienen más posibilidades de convertirse en adultos equilibrados y felices.